Esta soy yo, en un día de agobio tecnológico. Donde esté la calidez de un abrazo, la sensibilidad de una caricia y las palabras, el resto simplemente son circunstancias.
La informática, a pesar de lo que me gusta y disfuto con ella, suele ser poco agradecida.
Aquella noche había llovido y a esa hora, los
telediarios anunciaban a ´bombo y platillo’ una disminución vertiginosa de la
capa de ozono. Hacía apenas unas horas que se acababa de levantar y todo había
sido muy rápido, a fin de cuentas qué más daba qué ponerse, si cuando entrase
en el laboratorio unos palmos de ropa blanca difuminarían sus formas.
Cada jornada era una batalla perenne entre el
perfume propio y los mejunjes con que amenazaba la suciedad ajena, y eso que no
había motivo de queja. Por aquel entonces ya disfrutaba de una silla ergonómica
de sube y baja, como su estado de ánimo, y un ionizador que a ratos la sustraía
con su hedor a carne quemada.
Allí dentro las preocupaciones eran otras. La
capa de ozono había sido sustituida por una de cemento, y los únicos rayos que
amenazaban su vista eran los de un par de fluorescentes, larguiruchos y
escuálidos.
A las diez sonó el teléfono, y una voz extraña
le recordó que la oferta del mes, un equipo productivo sin intervención humana,
estaba a punto de expirar.
En un rincón dos plantas menudas flirteaban
con el verde, aquejadas de “tristeza”, mientras el trasiego de curiosos al otro
lado de los cristales les hacía llegar un poco de aire nuevo.
Aquella mañana todos los medios fueron pocos
para llegar a alguna parte. El ordenador había perdido la memoria y el módem insistía con su ‘bip bip’, “nadie
te escucha”. No se lo pensó dos veces. Sabía que en el momento en que levantase
la mano y soltase la pluma, habría perdido una oportunidad única; y empezó a
escribir….
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