Un hombre de suerte



Su vida era una batalla perenne contra el anonimato. Cada mañana al levantarse se decía que él era un hombre grande, un hombre que, además de altura tenía otros atributos que le abocaban al triunfo.
Le gustaba mostrarse liberal, desprendido y distante. Reconocer alguna debilidad, era como dar un paso atrás en su camino hacia el éxito. Vestía ropa de marca y alardeaba de sus escarceos con la droga, de sus fáciles conquistas en los ‘garitos’ de moda.
Había nacido en la madrugada de un veintinueve de diciembre, intentando escapar a los Santos Inocentes, y ahora quizá se arrepentía .
Era un hombre hábil, inteligente, locuaz e interesante en los días ‘rojos’, pero desgraciadamente en el calendario de su cuerpo había pocos festivos. Sus días normales estaban presididos  por la desidia, y eran una duda continuada que le obligaba a esconderse en los lugares más recónditos de su infancia, donde nadie le pedía cuentas.
Ahora intentaba equilibrar el péndulo de su vida hasta conseguir un balance positivo. Olvidar su infructuosa siembra en tierra de nadie; que un día en el regazo de sus fuertes manos se acunaron oportunidades “frágiles como el cristal”.
El tiempo no le dio la razón. El que trataba de imponer su experiencia a los demás, él que pensaba que su equipaje era el óptimo para todos los viajes, que compartir era perder algo de sí mismo, y su firma una garantía, se ha apeado hoy en la estación de la inocencia para emprender un nuevo viaje, desprovisto de arrogancia y vanidades.
Tener noticias suyas me ha hecho recordar que sigue siendo, a pesar de todo un hombre de suerte.”


Algún día llegarás

Dedicado a mi hija... cuando aún no sabía su sexo, ni su nombre, ni el momento de traerla a esta orilla.



Todos preguntan por ti, sin saber todavía el hueco qué ocupas. Intentan adivinar tu sexo, y el color de tus ojos y tu pelo. Les gustaría traerte a esta orilla, y compartir tus juegos, tu risa, tus muecas de niño bueno. Y yo, ni te adivino, ni te intuyo en la pequeña concavidad de mi cuerpo.
A menudo te sueño y busco un tiempo en mi agenda que dedicarte y me pregunto cuál va a ser tu nombre, pero al final lo descarto. Ahora es otoño y después vendrá el frío.
Una mama con su hijo atraviesa la calle. A esta hora las palomas del parque andan buscando las meriendas ajenas, mientras cientos de niños se apresuran a abandonar el colegio.
Empieza a llover y la acera es un gran impermeable de colores. Desde la ventana, una hilera de hormigas se apresura a abrir sus paraguas y proteger a sus retoños. Comienza un vistoso desfile de hongos.
Y tú aguardas acurrucado, mientras te leo libros, mientras te explico cuentos…, y te preguntas por qué no te dejo asomar la cabeza y mirar hacia fuera.

Ando pintando el paisaje que quiero para tus juegos, arañando el tiempo que dedicar a tu sueño, agrandando el espacio que llenará tu risa, porque sé que un día llegarás y saciarás mis dudas y ansiedades, y entonces todo el tiempo será poco para estar a tu lado.

Desconectar


 Esta soy yo, en un día de agobio tecnológico. Donde esté la calidez de un abrazo, la sensibilidad de una caricia y las palabras, el resto simplemente son circunstancias.

La informática, a pesar de lo que me gusta y disfuto con ella, suele ser poco agradecida.




Aquella noche había llovido y a esa hora, los telediarios anunciaban a ´bombo y platillo’ una disminución vertiginosa de la capa de ozono. Hacía apenas unas horas que se acababa de levantar y todo había sido muy rápido, a fin de cuentas qué más daba qué ponerse, si cuando entrase en el laboratorio unos palmos de ropa blanca difuminarían sus formas.
Cada jornada era una batalla perenne entre el perfume propio y los mejunjes con que amenazaba la suciedad ajena, y eso que no había motivo de queja. Por aquel entonces ya disfrutaba de una silla ergonómica de sube y baja, como su estado de ánimo, y un ionizador que a ratos la sustraía con su hedor a carne quemada.
Allí dentro las preocupaciones eran otras. La capa de ozono había sido sustituida por una de cemento, y los únicos rayos que amenazaban su vista eran los de un par de fluorescentes, larguiruchos y escuálidos.
A las diez sonó el teléfono, y una voz extraña le recordó que la oferta del mes, un equipo productivo sin intervención humana, estaba a punto de expirar.
En un rincón dos plantas menudas flirteaban con el verde, aquejadas de “tristeza”, mientras el trasiego de curiosos al otro lado de los cristales les hacía llegar un poco de aire nuevo.
Aquella mañana todos los medios fueron pocos para llegar a alguna parte. El ordenador había perdido la memoria  y el módem insistía con su ‘bip bip’, “nadie te escucha”. No se lo pensó dos veces. Sabía que en el momento en que levantase la mano y soltase la pluma, habría perdido una oportunidad única; y empezó a escribir….



Un hombre de suerte

Su vida era una batalla perenne contra el anonimato. Cada mañana al levantarse se decía que él era un hombre grande, un hombre que, ad...