Se levantó de la
cama y por unos instantes se extrañó de aquel silencio. Hacía tiempo que no se
sentía tan bien. Eran las tres de la madrugada, y en unas horas habría de
volver a la circulación.
Acudir al trabajo,
conectar su terminal, responder al teléfono, alimentar la trituradora de
documentos y convivir con los murmullos de sus compañeros y el tráfico de la
M-30, cuyo reflejo se adivina en los cristales.
No echó de menos
el televisor, ni la radio, ni el motor del frigorífico, pero se preguntó si a
aquella sensación, tan ajena hasta la fecha, la llamaban soledad. Estar en
silencio era como abandonarse, abrir un hueco de vacío, de espacio habitado por
uno mismo para la reconciliación.
Pero él no sabía
estar en silencio, y el silencio se adueñó de su cuerpo y lo sembró de miedos.
Y entonces se preguntó si tampoco sabría escuchar.
Así que para no
caer en el precipicio que le suponía aquella situación tan extraña, comenzó
poniendo el tocadiscos y acabó enchufando la freidora. Todo volvía a ser cómo antes,
como siempre desde que tenía memoria.
A continuación
despertó a su compañera y le dijo que estaba dispuesto a escucharla. Así que, a
pesar de lo intempestivo de la hora, se acomodaron en el sofá y dejaron que el
tiempo fuese testigo silencioso de sus confidencias.
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